Desde el campus Bogotá de la Universidad Cooperativa de Colombia, UCC, se hizo el lanzamiento de la primera Cátedra Unesco en Economía Social y Solidaria, en el que las 16 sedes de esta institución de educación superior participaron vía streaming y hubo transmisión por diversas plataformas.
Aunque el evento se realiza desde 2003, el 26 de abril es la primera vez que se hace con la Unesco, lo que significa que la organización comenzará a participar en investigaciones conjuntas con la Universidad. Además, se trataron temas de interés como el Plan Nacional de Desarrollo, PND, del Gobierno de Gustavo Petro.
Se trabajó en mesas pedagógicas en torno a la economía social, comunitaria y popular, para incidir y reflexionar en temas del PND. Con los resultados de las discusiones se elaborará un documento que se hará llegar al Departamento de Planeación y a la Unidad Solidaria.
Luego de las palabras de apertura del doctor Jorge Iván González, director del Departamento Nacional de Planeación, quien reflexionó sobre la complejidad y las dificultades para la planeación en el país, tuvo el uso de la palabra el director nacional de la Unidad Solidaria, Mauricio Rodríguez Amaya.
Palabras del director de la Unidad Solidaria:
Asociatividad para salvar la vida
Celebramos por estos días la resolución adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, al respecto de la importancia de las economías sociales y solidarias para la lucha contra la desigualdad, la salvaguarda del planeta y la justicia social. Dice: “Reconociendo también que la economía social y solidaria puede contribuir a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y su adaptación al contexto local, en particular en lo que respecta al empleo y el trabajo decente, la prestación de servicios sociales, como los relacionados con la salud y la atención, la educación y la formación profesional, la protección del medio ambiente, incluso mediante el fomento de prácticas económicas sostenibles, la promoción de la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres, el acceso a una financiación asequible y el desarrollo económico local, el fortalecimiento de las capacidades productivas de las personas en situaciones vulnerables, la promoción del diálogo social, los derechos laborales y la protección social, así como el crecimiento inclusivo y sostenible, la creación de alianzas y redes a nivel local, nacional, regional e internacional, y la promoción de la gobernanza y la formulación de políticas participativas y de todos los derechos humanos”. (ONU, 2023).
Esta declaración se suma a la serie de pronunciamientos previos de la OIT sobre el papel de las economías sociales y solidarias para el futuro del trabajo decente, en las que se reconocen al menos cinco características de la economía solidaria: “a; Cuidado de las personas y del planeta: desarrollo humano integral, satisfacción de las necesidades de la comunidad, diversidad cultural, cultura ecológica y sostenibilidad. b; Igualitarismo: justicia, justicia social, igualdad, equidad, imparcialidad y no discriminación. C; Interdependencia: solidaridad, ayuda mutua, cooperación, cohesión social e inclusión social. D; Integridad: transparencia, honestidad, confianza, rendición de cuentas y responsabilidad compartida. E; Autogobierno: autogestión, libertad, democracia, participación y subsidiariedad”. (OIT, 2022)
Por supuesto que debemos estar satisfechos con estos pronunciamientos, porque sin duda, implican reorientaciones políticas y administrativas de los gobiernos, para hacer realidad estos mandatos internacionales. Sin embargo, es bueno cuestionarse, cómo llegamos a tan significativo momento de la política internacional. Permítanme proponer la siguiente tesis, estos pronunciamientos de los gobiernos a través del sistema internacional de naciones unidas representan un triunfo y una derrota. Es el triunfo de millones de voces de los sujetos subalternos alrededor del mundo que, gracias a la asociatividad solidaria, han logrado enfrentar las más temibles amenazas de la humanidad. Al tiempo, constituyen una derrota de los discursos hegemónicos del emprendedurismo individual a la competencia entre semejantes para buscar ser más dóciles ante los superiores; es la derrota del extractivismo económico y cultural, del colonialismo y del patriarcado. Es la derrota de las formas de la economía de la opresión y de la muerte.
Fueron los pueblos subalternos y sus luchas los que impusieron lo que desde hace siglos ya sabíamos: que solo el apoyo mutuo, la cooperación y la solidaridad pueden asegurar la sobrevivencia de la especie humana y del planeta mismo. Tuvimos que vivir dos guerras mundiales, la destrucción expoliadora de buena parte de África y de Latinoamérica, las hambrunas visibles e invisibles en las megalópolis de Europa y América del Norte, la miseria en las calles y la desigualdad desbordada tras el triunfo del sistema financiero sobre los ingresos básicos de las personas.
Estamos al cierre de un largo periodo donde se puso a prueba el proyecto moderno; sus consignas de igualdad, fraternidad y libertad quedaron en vilo. El siglo XX alimentó, con la colonización y las guerras, modelos de desarrollo basados en la precariedad y la desigualdad; la fraternidad se convirtió en valor de cambio y la libertad se destinó a los grandes conglomerados económicos y sus flamantes representantes en los parlamentos y los gobiernos. Las multitudes se quedaron con la deuda del proyecto, sin democracia, sin acceso a los servicios básicos y sin posibilidades de ir más allá de las meras posibilidades ofrecidas, casi siempre en un amplio margen entre deseos y posibilidades. La experiencia de la modernidad fue infinitamente menor a las expectativas creadas por sus promesas.
Sin duda, la pandemia por el COVID19 que vivió el mundo tan solo hace dos años, develó el inmenso y complejo mapa de desigualdades abismales entre pueblos, entre naciones, entre comunidades. Desigualdades en el ingreso; desigualdades y exclusiones de géneros, de raza y de clases. Pero, sobre todo, develó la enorme fragilidad de la especie humana frente a las graves amenazas de un planeta en crisis, cuando estas crisis solo encuentran respuesta en cada uno de los individuos. Sumado a ello, vivimos la amenaza de la guerra global y su componente nuclear, la caída de la esperanza de vida en países como Estados Unidos y la mitad de Europa, la pobreza extrema alimentada con los altos intereses bancarios que amenazan con un nuevo periodo de profunda recesión. La crisis climática, consecuencia de un siglo energético basado en el petróleo. El ascenso de ciertos fascismos sociales y el vaciamiento de la democracia. La individualización del trabajo para alimentar su precariedad y la mercantilización de los afectos. Así que hoy podemos decir sin ambages, que nos encontramos ante la gran disyuntiva del siglo XXI. Nos debatimos entre la cooperación o la extinción, como lo sentenciaría el periodista Noham Chomsky.
Quienes han tomado la decisión de enfrentar colectivamente esta permanente secuencia de acontecimientos, han logrado mayor capacidad de transformar de mejor manera las condiciones adversas. Comunidades organizadas, colectivos de barrio, ollas de calle, mercados campesinos, han salvado millones de vidas. Donde hubo mayor respuesta colaborativa a las crisis y la pandemia, los estragos fueron menores. Solo en el caso colombiano, mientras más de 500 mil unidades productivas pequeñas quebraron y se perdieron, mientras el gobierno de turno protegía los bancos con millonarias contribuciones, la entidades y redes de la economía solidaria lograron enfrentar de mejor manera la crisis global.
Los y las protagonistas del umbral de este siglo, son las comunidades, movimientos y pueblos que decidieron impulsar sus modelos de vida solidarios, la cooperación, el apoyo mutuo. Miles de comunidades autoorganizadas enfrentaron y siguen enfrentando los efectos dolorosos de la exclusión y la desigualdad. Durante la pandemia, comunidades solidarias lograron sobrevivir a través de la ayuda mutua, la olla comunitaria, el mercado común local, la moneda propia, el trueque, la mano prestada, la minga. Así como la pandemia develó las mayores inseguridades e incertidumbres de la época, también nos permitió revivir los valores propios del trabajar juntos, del tejido propio de la comunalidad.
“Somos Comunalidad, lo opuesto a la individualidad, somos territorio comunal, no propiedad privada; somos compartencia, no competencia; somos politeísmo, no monoteísmo. Somos intercambio, no negocio; diversidad, no igualdad, aunque a nombre de la igualdad también se nos oprima. Somos interdependientes, no libres. Tenemos autoridades, no monarcas”. (Martínez, 2010)
Ahora bien, podemos reconocer que las determinaciones de las Naciones Unidas no son el producto del capricho de ciertos gobernantes; sino que es claramente el triunfo de esa subarternidad que barrio a barrio derribó las falacias del individualismo, el hedonismo y la autocontemplación humana, para darle fuerza a la cooperación. Si esto es así, no podemos seguir haciendo lo mismo que hacíamos antes. Quizás sea la hora que gobiernos, comunidades autoorganizadas, la academia y la ciencia se tomen en serio la construcción de un nuevo sentido común, un nuevo horizonte de sentido para la humanidad, algo así como lo que podríamos llamar como modelos de vida solidarios. El modo de vida de la compartencia, el modo de vida de la colaboración. Se trata entonces de enfrentar la micropolítica del individualismo y la necropolítica del extractivismo, por una biopolítica de la solidaridad.
¿Cuáles serían las claves de esa biopolítica de la solidaridad?
- Trabajar juntos, juntas. Elionor Ostrom (2012) nos propone construir nuevas metodologías basadas en la acción colectiva y la protección de los bienes comunes. Estas metodologías de coexistencia, de coautorías, implican repensar las formas en que la academia ha impuesto la generación de conocimiento como un producto individual y no como lo que es, un diálogo permanente y complementario entre los agentes o actores de una misma comunidad o grupo. “La idea de que las comunidades locales son a menudo actores capaces y centrales en la gobernanza de sus territorios, que la equidad es crucial para la convivencia social y la sustentabilidad, pero también que el respeto básico al otro, la participación democrática e informada en los procesos de toma de decisiones públicas y la confianza son al menos igualmente importantes”.
Este trabajar juntos, juntas, no solo se refiere al trabajo productivo o reproductivo, formal, racional, sino también, ese modelo que, siguiendo a Negri y a Hart, podemos definir como Trabajo afectivo; ese trabajo del corazón y del deseo colectivo, esa voluntad colectiva de transformaciones que crea comunidades de sentido, comunidades emocionales, que fortalecen la solidaridad, el afecto, la empatía. Por ejemplo, la solidaridad creada en una comunidad emocional que ha sufrido por los embates de la guerra supone sobre todo una reconstrucción de los lazos rotos del afecto. Aquí la solidaridad no busca la sobrevivencia física, sino la sobrevivencia del espíritu, del deseo de vivir, del amor por la comunidad. Como lo definen Mirian Jimeno, Daniel Barela y Angela Castillo, “las comunidades emocionales son comunidades de sentido y afecto, que enlazan personas y sectores distintos y aun distantes, en las cuales el dolor ocasionado trasciende la indignación y alimenta la organización y la movilización. El poder simbólico de la víctima para congregar y potencializar la acción política reside pues, ante todo, en vínculos de naturaleza emocional. Por esto es central entender las emociones como actos relacionales, imbricados en la estructura sociocultural y no tan solo como sentimientos personales.” (Jimeno, Barela, Castillo; 2019).
- Solidaridad para el buen Vivir.
En nuestra experiencia institucional recurrimos con demasiada frecuencia a los objetivos de desarrollo sostenible, como indicadores de que el mundo puede transitar mejores rutas hacia un futuro más promisorio e incluyente. Y de alguna manera esos indicadores globales nos pueden servir de referencia para medir si las acciones de los gobiernos se orientan o no a la protección del agua, por ejemplo, o al trabajo decente, a la justicia, la equidad, o la reducción de la pobreza.
Sin embargo, los pueblos originarios de la América Nuestra, de Abya Yala, han construido tras los siglos una perspectiva colectiva del Buen Vivir. (sumaq Kawsay en Quecha, o Suma Qamaña en Aimara). El Buen Vivir, retoma valores como la solidaridad, la reciprocidad y el comunitarismo. Constituye parte de la agenda política obrera, indígena, campesina, joven de la América Nuestra. Somos comunidad y naturaleza, sobre todo, somos tierra y agua y metales y sabia y río. Somos parte del cosmos y el cosmos mismo en cuanto hacemos parte del espacio común construido y constituyente. “El ‘buen vivir’ apunta a una ética de lo suficiente para toda la comunidad y no solamente para el individuo. El ‘buen vivir’ supone una visión holística e integradora del ser humano, inmerso en la gran comunidad terrenal, que incluye no sólo al ser humano, sino también al aire, el agua, los suelos, las montañas, los árboles y los animales; es estar en profunda comunión con la Pachamama (Tierra), con las energías del Universo, y con Dios”.
Gracias a esta cosmovisión vital, las organizaciones campesinas bolivianas lanzaron el programa “trópico solidario”, cuya consigna era: “No somos millonarios, pero somos solidarios”. Se distribuían alimentos entre las comunidades hasta llegar a las más apartadas, los médicos tradicionales del pueblo Kallawalla incentivaron el uso de plantas medicinales para fortalecer el sistema inmunológico, las parteras fueron a cada rincón a atender a las mujeres en proceso de parto para evitar su traslado a clínicas que pudieran repercutir en el contagio del virus. Esta fue la manera en que la comunidad en sus distintas manifestaciones se cuidó así misma, se alimentó y logró contener, a través de la solidaridad los efectos negativos de la pandemia.
Por su parte, de África hemos aprendido el Ubuntu, el principio vital consistente en el hecho de que cada persona es en cuanto pertenece a un colectivo, “Soy porque somos”. Ubuntu es la evidencia de la interconectividad entre todos los seres de la tierra. Es la reciprocidad necesaria para la sobrevivencia colectiva. Ubuntu no es solo una forma de resistencia o pervivencia, es ante todo un acto de libertad, es la voz de la comunidad que habla en cada boca, en cada lengua, en cada mente, que se escribe en cada canción y que vale la pena cantar a coro, porque es la voz mía, que es la voz de todos. El contenido de esa voz es siempre un acto liberador y político, un acto de emancipación y de sanación al mismo tiempo, bell hooks, lo resumiría así: “Para los oprimidos, los colonizados, los explotados y los que luchan codo a codo, pasar del silencio al discurso es un gesto de desafío sanador, que hace posible una vida y un crecimiento nuevos. Ese acto de discurso, ese “responder” que no es un mero gesto de palabras huecas, es la expresión de nuestra transformación de objeto a sujeto, es la expresión de la voz liberada”, (bell Hooks, 2022).
Cuánto de solidaridad, cuánto de asociatividad tienen por enseñarnos los pueblos, las voces subalternas, las voces excluidas, las herederas del colonialismo y el patriarcado. Cuánto hay de resistencia y de emancipación en cada acto asociativo, en cada tejido comunitario, en cada acto de cooperativismo, en cada esfuerzo mutuo. Y esta es la gran lección que quizás esta cátedra UNESCO y la Universidad Cooperativa nos permitan replicar, discutir, ajustar: la voz de la asociatividad solidaria es la voz partera de los cambios. Es la fuerza emocional y racional que asegura la sobrevivencia humana y la coexistencia de las especies planetarias, hoy en riesgo, en vilo. Esa asociatividad solidaria, esa fuerza comunal descomunal es la potencia vital de la cual debe asegurarse el futuro de esta casa común.
Es por esa razón que hemos trazado una apuesta desde el Gobierno del Cambio. Impulsar una Agenda de Asociatividad Solidaria para la paz, una agenda tejida, escrita, compartida desde los territorios a partir de las Agendas comunes territoriales. Nuestra Agenda de Asociatividad Solidaria para la Paz, tiene tres propósitos y doce lineamientos estratégicos. Pero para alimentarla hemos salido a caminar preguntando, hemos convocado las Asambleas Regionales de la Economía Solidaria, popular y comunitaria al tiempo que estamos preparando la gran Asamblea Nacional solidaria para el próximo 29 de Julio de 2023.
Para lograrlo, requerimos también de la academia, los centros de pensamiento, los y las intelectuales comprometidos con las transformaciones, que contribuyan a llenar de contenido la acción de gobierno y las acciones colectivas de las comunidades de cara a una biopolítica de la solidaridad. Un gran movimiento cultural y político, pedagógico, dialogante, crítico. Impulsar una transformación del a cultura y de la ciencia, por cada uno de los territorios de Colombia, más allá de los centros universitarios, en las veredas, en la siembra, en las calles. Un ejército de maestros y maestras ambulantes como los definiría el maestro José Martí.
Se trata, entonces, de ser capaces de construir a muchas manos las bases de una biopolítica de la solidaridad, una acción de gobierno orientado a los cambios y un empoderamiento de las comunidades organizadas para sean capaces de construir sus sueños colectivos, cuidar el planeta y tejer los lazos vivificantes del amor.